domingo, 26 de octubre de 2014

La vida según el melón

Eran las ocho y media de la mañana cuando bajamos del colectivo interzonal. Tal vez, si hubiésemos tenido una mejor idea, estaríamos en un lugar cómodo y acogedor. Pero tras soportar un par de gritos merecidos del editor, se nos dio por la aventura y ahora esperamos en una gastada estación de servicio la combi que nos lleve a conocer a los menonitas.
Guatraché. Qué poco puedo hablarles de este pueblo. Incluso las imágenes de mi colega fotógrafa le hacen demasiada justicia. Se encuentra en la pampa, la verdadera, calurosa y seca.  Había un olor en el ambiente: hoy era un día ideal para arar el campo.
Mientras la ladrona de momentos Kodak analizaba la posibilidad de envolver su cámara en papel film (“cómo odio la tierra”) me dediqué a surcar la vereda que corría paralela a la calle principal. Un kiosco, una lencería y un poco más allá, una verdulería. Me había olvidado que ya era la época, pero ahí estaba: la primera caja de melones para la temporada. Frescos, sabrosos, delicados para cortar. El melón es un misterio. Sólo los verdaderos profesionales conocen la clave de su enigma. Como un amante con experiencia, el verdulero aplica la fórmula sostén + presión / madurez. La selección de una buena  fruta es siempre un arte amatorio.

sábado, 7 de julio de 2012

Los hombres y sus latas





Hacía más de tres días que no salía de casa. Caminaba en medias térmicas y dejaba al televisor andar, como si pudiese escucharlo.
A las tres de la tarde, ringtone pedorro y mensaje. “Eyectá tu culo del asiento o no volvés a cobrar”.  Muy buen incentivo.
¿Sobre qué cuernos se puede investigar en Bahía Blanca, un martes  a las tres y…..(¿dónde está el reloj?)…..siete de la tarde? Sólo quedaba una cosa por hacer: contribuir a la contaminación ambiental con mi Renault 12.
Unas cuantas cuadras más tarde, sin claridad en el rumbo, decidí parar en una plaza improvisada en medio de un terreno verde, tal vez el último pedazo de vida silvestre que queda. Allí no encontré juegos para niños insolentes, ni celulares bailando en el puño de algún acreedor frustrado, ni fuentes con chorritos de agua podrida, ni palomas, ni sonido. Lo único que había era un banco de madera y un hombre con una linterna vieja, de las metálicas, en la mano.
Él, sentado en un extremo; yo lo imité en el opuesto. Tenía dos chalecos de lana, a pesar del clima templado. Miraba fijo, fijo,  hacia un barril que se encontraba frente a nosotros. De vez en cuando, pasaba alguna pareja caminando con una excusa de rata atada a una correa, pero ése fue todo el movimiento de la tarde iluminada.
Rompí el silencio. “¿Le gusta estar acá?”.
“Acá no, allá”, me dijo el viejo señalando el barril.